martes, 23 de marzo de 2010

La imposible adultez

"Un hombre serio",   de J. y E. Coen

por René Naranjo S.

Es posible que en la carrera de los hermanos Joel y Ethan Coen, nacidos en 1954 y 1957, respectivamente, en una familia judía de Minnesota, el hecho de ganar un Oscar no estaba destinado a ser muy decisivo.

Celebrados desde sus comienzos por la crítica, y consagrados en el Festival de Cannes 1991 gracias a su magistral cuarto largometraje “Barton Fink”, estos dos cineastas que piensan como si fueran uno, se encumbraron prontamente a la primera línea del cine de autor estadounidense. Aclamados luego en Estados Unidos por “Fargo” (1994), la dupla intentó un acercamiento al cine más comercial con dos comedias negras, “Intolerable crueldad” (2003) y el remake de “El quinteto de la muerte” (2004), que no hicieron otra cosa que confirmar que ése no era su camino.

Por eso, cuando enfrentaron la realización de la implacable “Un lugar para los débiles” (2007), los Coen ya habían madurado su propuesta, siempre irónica y poblada de personajes sin demasiados atributos, muchos de carácter tímido y vestidos con camisas completamente abotonadas, que unen miserias y modestas alegrías en medio de un contexto que suele tomarlos por sorpresa.

Esa película notable, junto con crear la imagen del inolvidable asesino en serie Anton Chigurh (Javier Bardem) les dio los premios Oscar que terminaron por instalarlos frente al gran público. Y qué hicieron ellos tras esa noche de gloria? Enfatizaron su originalidad y se tomaron el éxito con distancia. Primero con la incomprendida, corrosiva y deliberadamente anticomercial “Quémese después de leerse” (2008), y ahora con “Un hombre serio” (A serious man, 2009), que agrega a la mirada irónica sobre el mundo el hecho de no tener actores conocidos, una estructura alejada de las fórmulas de Hollywood y, como de costumbre, una realización bella y magnífica.

“Un hombre serio” parte con un prólogo singular, sin conexión con el argumento, situado en una remota Polonia y hablado en yiddish. Ahí, un matrimonio discute acerca de si un anciano que han invitado a entrar en su casa es o no un “dybbuk” (un muerto que aún vaga por el mundo de los vivos). Es un cortometraje de calidad excepcional, que pone en circulación un tema que va ser importante en el filme: la relación de los seres humanos con los designios de Dios.

Luego del genérico, que va acompañado del potente “Somebody to love”, de Jefferson Airplane, la acción se centra en Larry Gopnick (Michael Stuhlbarg), profesor de matemáticas, y atribulado esposo y padre de dos hijos, Danny y Sarah, que trata de salir adelante en la vida y de portarse como “un hombre serio”, o dicho más claro, como un adulto hecho y derecho.

Para que no quede duda que esta película trata de las relaciones entre los integrantes de una familia judía, en la primera secuencia los Coen establecen un montaje paralelo entre Larry, que se somete a un riguroso chequeo médico, y su hijo Danny que a lo 13 años está en la edad del Pavo y en plena preparación de su bar mitzvah, y que se distrae en la estricta clase de un profesor de hebreo escuchando música en una radio a transistores.

Las películas de los Coen a menudo se han caracterizado por una estética veladamente retro, evocadora de un tiempo donde los vínculos afectivos y las opciones morales pesaban más que ahora. Y esta vez, ese estilo coincide con una narración donde, sin duda, hay mucho de autobiografía. El suburbio del Medio Oeste, el judaísmo, las relaciones con papá y mamá y, sobre todo, la incorporación al mundo de personajes cuya sensibilidad no calza con los moldes sociales, se leen en esta película de forma nítida y muy personal, y le otorgan a “Un hombre serio” un carácter de intimidad afectiva notoriamente mayor al de sus obras anteriores.

Pero en este mundo tranquilo de los suburbios de fines de los 60, se acercan los nubarrones. Y el primer conflicto serio para el bueno de Larry llega cuando su esposa le cuenta que está en una relación con un viejo amigo de la familia, el viudo Sy Ableman (Fred Melamed), y que quiere divorciarse. A ese chaparrón se suma la presencia de su hermano mayor, Arthur, que está de allegado en la casa, no trabaja en nada y se pasa el día encerrado en el baño, y, más encima, una serie de mensajes anónimos que hablan mal de él han empezado a circular por el colegio.

El tema de la culpa (el “blame game”) circula entonces por el entramado de la película, y contribuye a que la crisis de Larry se haga cada vez más intensa; una crisis que, en el fondo, se relaciona con la imposibilidad de ser el adulto impecable que la sociedad pretende imponernos. En medio de una galería de curiosos personales secundarios (el doctor que fuma, el rabino junior que lo recibe y ensaya una metáfora a partir de un estacionamiento, el vecino agresivo y sutilmente racista), el acongojado profesor trata de encontrar las respuestas a sus inquietudes, de tomar las decisiones correctas y de recibir, de alguna forma, una señal de Dios en un día a día donde éstas no son en absoluto evidentes.

En esa línea, los Coen intercalan una sub-historia genial sobre un dentista que cree descubrir un llamado de Dios escrito en hebreo en los dientes de un paciente, un pequeño cuento místico que ya se la hubiera querido Woody Allen. Asimismo es notable, la secuencia del bar mitzvah de Danny, que fume marihuana justo antes de emprender su primera lectura de la Torá, en una escena de antología en que los directores expresan todas sus dudas hacia la fe pero reafirman, al mismo tiempo, la creencia en los lazos de afecto.

Película de francas preocupaciones morales, como suele ser el gran cine,“Un hombre serio” es un paso adelante en el trabajo de los hermanos Coen, un ejercicio de auténtica maestría fílmica y una equilibrada mixtura entre el humor puesto en juego, la poética de ciertos momentos y la agudeza de sus observaciones, en que una simple letra F escrita en una lista de calificaciones puede marcar un antes y un después en la vida.

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