domingo, 5 de diciembre de 2010

“Post mortem”: Contra el olvido cómplice

Por René Naranjo S.

Como ningún otro cineasta chileno, Pablo Larraín ha venido desarrollando en sus tres largometrajes un auténtico viaje a sus fantasmas personales y al origen del horror chileno.
Todo empezó con “Fuga” (2005), y el desapego progresivo de su protagonista (interpretado por Benjamín Vicuña, alter ego del director) desde un mundo burgués y conservador hacia una búsqueda casi suicida de liberación, que culminaba con una zambullida sanadora en el mar.
En 2008, el viaje de Larraín tuvo su primera estación adulta en “Tony Manero”, película contundente y arriesgada ambientada en 1978, portazo directo a la visión nostálgica que muchos quieren imponer sobre los años de plomo de la dictadura pinochetista, y filoso retrato de una época dominada por la sordidez, la mentira y el crimen impune.
En “Post mortem” (2010), el salto temporal que da Pablo Larraín es más largo y preciso aún: se trata de recordar los días previos y posteriores al 11 de septiembre de 1973 desde la perspectiva adulta y taciturna de un funcionario de la morgue, Mario Cornejo (Alfredo Castro).
Hermano mayor del Raúl Peralta que encarnaba el mismo Castro en “Tony Manero”, Mario es un personaje aislado que cumple lo mejor que puede con su trabajo de pasar a máquina los informes forenses que le dictan el doctor Castillo (Jaime Vadell) y su asistente Sandra (Amparo Noguera). El otro objeto de su atención es su vecina vedette del Bim Bam Bum, Nancy Puelma (Antonia Zegers), quien ve, entristecida, como su débil estrellato se derrumba.
Con la vista concentrada en los destinos aciagos de Mario y Nancy, “Post mortem” avanza con paso fatídico a fuerza de pocos diálogos, numerosos planos en cámara fija, una muy bien trabajada banda sonora e implacable austeridad de recursos.
No es ésta una película en la que el espectador pueda entrara fácilmente. No hay posibilidades de identificarse con los protagonistas, no hay alusiones pop como en "Tony Manero" y los toques de humor negro, como en la escena del restaurante chino, no alcanzan a aligerar la carga intensa de la película.
Cierto es que nunca Larraín ha buscado hacer películas realistas. Sin embargo, en el Chile gris y alienado de “Tony Manero”, Raúl Peralta era un personaje de existencia altamente probable. Mario Cornejo, en cambio, es mucho más improbable.
En unos días en que nadie podía quedarse sin tomar partido, Mario aparece como un extraterrestre (así se lo ve, solo en la calle, rodeado de autos destruidos del día del golpe de Estado), y sólo hacia el final del relato (cuando aparecen la rabia y el despecho) se hace carne y se vincula, retorcidamente, con su entorno.
En términos de estilo, Pablo Larraín ha evolucionado desde el barroco de la puesta en escena y el guión colmado de recovecos de “Fuga” hacia un cine del despojamiento más seco y económico, en que el sentido del relato se juega en pocos elementos de intensa carga significativa.
Es así como dos huevos fritos en paila de aluminio, dispuestos en distintos momentos de la narración, connotan cariño y odio, tal como una verde máquina de escribir eléctrica alude a los nuevos tiempos en que el ciudadano de a pie será desplazado de su puesto por los militares.
La madurez de la dirección de Larraín se hace evidente en tres escenas: la autopsia del Presidente Salvador Allende, que supera cualquier morbo por la vía la reivindicación moral; la rebelión de Sandra ante el capitán (Marcial Tagle), que resume la miedosa emoción que embargará a un país entero; y el antológico plano fijo final que hace estallar los conceptos latentes del filme.
De su periplo por la destrucción, Pablo Larraín ha dejado esta vez sólo lo esencial. Por eso, como una bomba de tiempo que explota tras larga espera, esa última imagen adquiere incontenible potencia.
En esos casi siete minutos que condensan tres décadas, se piensa en el deseo reprimido y en la montaña que forma el olvido cómplice, en cómo una sociedad puede construirse sobre muertos vivos y en esos fantasmas que, desde lo más profundo, siguen clamando porque se escuchen sus voces.
Eso se llama gran cine.

1 comentario:

  1. Cada reseña/crítica que leo sobre esta película me desanima profundamente: lo más probable es que no llegue nunca al único cine de mi ciudad.

    Saludos desde Chillán.

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